Geografia

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jueves, 20 de octubre de 2011

La geopolítica de las emociones

Dominique Moïsi, reconocido analista francés en el campo de las relaciones internacionales y fundador del IFRI, uno de los más conocidos think tanks franceses, presenta en su último libro La Géopolitique de l’émotion (1) la originalidad de trazar en el actual escenario de la globalización un mapa de las emociones. La esperanza es para los países de Asia, en especial China y la India; la humillación caracteriza al mundo árabe y musulmán; y el miedo invadiría a Europa y EE.UU. Otras zonas como Rusia, África subsahariana y América Latina no estarían asociadas a este mapa, sino que participarían al mismo tiempo de las tres referidas emociones.

El libro de Moïsi no ha sido bien recibido en algunos ámbitos académicos porque va directamente contra los métodos analíticos cuantificables que predominan en el ámbito de las relaciones internacionales. Otro tanto ha sucedido con algunos think tanks. Quienes trabajan con datos concretos para realizar sus prospectivas, consideran que analizar la importancia de las emociones equivale a hacer una especie de ensayo literario basado en apreciaciones subjetivas.


En Asia mucha gente tiene ganas de vivir y gastar como los occidentales, aunque sin necesidad de darse sus formas de gobierno

En cambio, el autor es consciente de que los comportamientos humanos no pueden ser reducidos a esquemas racionales. Los comportamientos emotivos pueden pesar más a la hora de actuar, mucho más incluso que las ideologías, que tuvieron un papel destacado en el período de la guerra fría. Hoy todo es búsqueda de la identidad, con lo que los nacionalismos etnicistas se multiplican a escala universal. Estamos ante el “despertar global”, al que se refería el politólogo y actual asesor de Obama, Zbigniew Brzezinski, y que lo mismo se encuentra en potencias emergentes que en movimientos secesionistas.

Emociones e intereses particulares

Sin embargo, Moïsi no profundiza demasiado en uno de los efectos más preocupantes de este despertar de los nacionalismos, y es que los valores universales de la libertad y la democracia, característicos del mundo occidental, están dejando de ser atractivos para otros pueblos, que prefieren apegarse a los paradigmas de soberanía e independencia nacionales. Se puede concluir que resultaría una tarea poco fructífera organizar una Liga de las Democracias, tal y como propusiera el senador McCain en su campaña para la presidencia, pues al final las respectivas emociones, que no pueden disociarse de los intereses particulares, primarían sobre las expectativas de modelos de comportamiento basados en valores comunes.


Japón, China o Corea no se apegaron a un pasado glorioso e idealizado, como ha hecho el mundo islámico

No lo subraya tampoco el autor, aunque es bastante probable la existencia de un vínculo entre el ascenso de las emociones y el creciente reinado absoluto de la opinión pública a escala global, muy relacionada con el poder de los medios de comunicación. Es un hecho que las dos guerras mundiales y la guerra fría fueron enfocadas como una unión de las democracias frente a los autoritarismos. Ahora sigue habiendo autoritarismos, mas es dudoso que las democracias aúnen sus esfuerzos, bajo nuevas o viejas estructuras, para enfrentarse con ellos abiertamente. Sus opiniones públicas no desean verse envueltas en conflictos, y en muchos casos no están convencidas de la superioridad moral de sus valores frente a los de las tiranías.

Asia y la cultura de la esperanza

La era de la globalización ha puesto de manifiesto que la modernidad no es sinónimo de occidentalización. Dicho de otro modo, se puede compartir la técnica pero no los valores. El capitalismo y la tecnología occidental triunfan en Asia, particularmente en China, pero no así el sistema político democrático. Moïsi, que gusta de los paralelos históricos, no comparte los temores de quienes ven en la China actual un trasunto de la Alemania del Kaiser. Hoy por hoy, no sería una potencia militarista como aquélla, sino algo más parecido a la Francia de Luis Felipe de Orleans, y podríamos añadir que a la de Napoleón III, en las que se asistió a un ascenso de la burguesía, que parecía entregada a la consigna de enriquecerse, lema común al ministro François Guizot y a Deng Xiaoping.

¿Y qué decir de la India? Es una potencia democrática, ajena al autoritarismo chino, pero al mismo tiempo se está alejando del cliché de “espiritualismo”, forjado en el recuerdo de Gandhi. Según el autor, la India no está llamada a ser una superpotencia moral, algo que sí parece pretender la Europa posmoderna, y está más próxima al modelo representado por EE.UU. Se entiende así el interés de la Administración Bush por forjar una alianza con el segundo gigante asiático, aunque el pragmatismo de Obama da mayor prioridad a los vínculos con China.

En Asia, la esperanza nace de las posibilidades de emancipación económica y social, que se multiplican en el Extremo Oriente y el Sureste asiático. Mucha gente tiene ganas ahora de vivir y gastar como los occidentales, aunque sin necesidad de darse sus formas de gobierno. El resultado de esta mentalidad es un despotismo ilustrado, que tendría su expresión más lograda en la ciudad-Estado de Singapur, paradigma en el que se han mirado los gobernantes chinos desde Deng Xiaoping.

El mundo islámico y la humillación

En su repaso a la historia, Moïsi nos recuerda que Japón, China o Corea conocieron un pasado de humillaciones infligidas por potencias extranjeras, pero consiguieron sobreponerse y hoy son competidores de las potencias occidentales. No se apegaron a un pasado glorioso e idealizado. Pero no se puede decir lo mismo del mundo islámico, que recuerda sus grandes logros científicos y culturales en la época medieval. Luego vendría la decadencia, sobre todo la del Imperio otomano, que fue perdiendo empuje ante los avances políticos y militares de las potencias europeas. En aras de la modernización, hubo quienes incluso apelaron a un nacionalismo de tipo occidental para construir el panarabismo, que tuvo su época de esplendor hace más de medio siglo con el Egipto socialista de Nasser y sus seguidores en otros países árabes.

Mas en estos momentos lo árabe ha sido prácticamente barrido por el sentimiento de identidad musulmana, capaz de superar, al menos en apariencia, las rivalidades y distancias entre suníes y chiíes, y de establecer nexos entre el Asia central, el sureste asiático y el África subsahariana. El islamismo pide paso en todas partes, como en el otro tiempo influyente Egipto. Allí se plantea abiertamente a la población el siguiente dilema: tras los períodos de fracasos de la monarquía, Nasser, Sadat y Mubarak, ¿no ha llegado el momento de que gobiernen los Hermanos Musulmanes?

En esta apoteosis de la identidad islamista, Israel es percibido, más que nunca, como un factor desestabilizador introducido por los occidentales en tierras del islam. A este respecto, podemos añadir que esto complica todavía más las negociaciones entre los israelíes y la Autoridad Palestina. Si se alcanzara un hipotético acuerdo para la existencia de dos Estados, serviría para desautorizar el discurso identitario islamista, predicado por Hamás, Hezbolá e Irán, pues la intransigencia hacia Israel, más allá de los motivos para su justificación, es parte esencial de su credo político.

Moïsi hace además un certero diagnóstico del terrorismo suicida, propio de la cultura de la humillación. La sangre viene a ser un consuelo ante la ausencia de victoria, pero, a diferencia de otros terrorismos nacionalistas o independentistas, la muerte no es un medio sino un fin en sí mismo que sirve para paliar las humillaciones. Sin embargo, difícilmente se entiende por qué la gran mayoría de las víctimas son musulmanas. Sólo se explica porque sus autores tengan una perspectiva limitada y purista de su religión.

Por último, el autor se plantea si las pequeñas monarquías petroleras del Golfo representan un modelo para el mundo musulmán, aunque se diría que su prosperidad material las sitúa más allá de sus coordenadas geográficas, pues parece que estuvieran situadas en el Asia del Pacífico, y no en Oriente Medio. Con todo, presentan muestras de fragilidad, como sus carencias demográficas y la perspectiva de que el petróleo no durará indefinidamente.

Europa, EE.UU. y la cultura del miedo

El miedo puede ser un acicate para activar el instinto de supervivencia, también en la política internacional. Un ejemplo bien conocido es que el temor a una nueva guerra sirvió de acicate para iniciar el proceso de integración europea hace seis décadas. El resultado ha sido que Europa se convirtió en la región más pacífica y próspera del planeta. Pero no es menos cierto, tal y como aseguró el desaparecido historiador y político polaco Bronislaw Geremek, que Europa se ha transformado en un espacio económico, sin corazón ni dimensión espiritual. Además, desde hace tiempo está cuestionando su propia identidad.

Moïsi ilustra este hecho asemejando Europa a una gran Suiza, un término que, por cierto, empleó Churchill en su célebre discurso europeísta de Zúrich en 1946. Podríamos concluir que una “gran Suiza”, autosatisfecha de su prosperidad material, termina por no complicarse la vida sobre si es fiel a unas raíces que se remontarían al mundo clásico, el judaísmo, el cristianismo y la Ilustración.

Tampoco EE.UU. se libra de la cultura del miedo. Moïsi pone los ejemplos de la política exterior de Bush o la preconizada por el senador McCain como paradigmas de dicha cultura, mientras que Obama representaría la esperanza. El actual presidente llevaba poco tiempo en la Casa Blanca cuando apareció esta obra, y todavía hoy el autor no ha perdido su esperanza en él, aunque sí parecen haberla perdido muchos de sus compatriotas, que no terminan de ver la ansiada recuperación económica.

Pese a todo, Moïsi inclina la balanza hacia EE.UU., en contraste con una Europa atenazada por el miedo. Los americanos saldrán adelante por su propio dinamismo, pues, después de todo, son una nación de inmigrantes, mientras que Europa sigue aferrándose a su estatus de fortaleza.

Conjuntos geopolíticos inclasificables

Otros conjuntos geopolíticos son elevados por Moïsi a la altura de inclasificables, aunque suelen participar de las tres emociones citadas. En la Rusia de Putin, que se mira en el espejo de Pedro el Grande y en el mucho más civilizado de De Gaulle, hay lugar para el orgullo, aunque también existe el miedo al vacío demográfico y a las repercusiones sociales de las carencias que muestra el Estado de Derecho. África oscila entre la desesperación y la esperanza. Esta última emoción se da, por ejemplo, en Sudáfrica, pese a los problemas sociales y políticos. Sin embargo, América Latina dista mucho de ser el continente de la esperanza, pues los populismos triunfantes son una respuesta al miedo y la humillación. Quizás Brasil puede salvarse de esta dinámica.

La conclusión final de La geopolítica de la emoción es optimista, porque en el fondo, Dominique Moïsi es un representante tradicional de la Ilustración francesa, que pretende contraponer el saber a la intolerancia. Su pasión por la historia le lleva a proponer su obligatoriedad en los cursos de relaciones internacionales. No obstante, se podría argumentar que las emociones peligrosas no se combaten únicamente con el saber o con las enseñanzas históricas; es decir, no sirve sólo la mera racionalidad, pues sus promotores se apartan de lo racional en la teoría o en los hechos.

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