Congo es llamado "EL PEOR LUGAR EN LA TIERRA PARA SER MUJER". Aquí la violencia sexual es una forma de terrorismo para expulsar a la gente de sus pueblos y tener el control de la tierra. El número de víctimas es de 1.152 violaciones diarias, lo que equivale a 48 violaciones por hora. Agresiones diarias con objetos cortantes, punzantes y productos tóxicos, por soldados portadores del sida con la intención de destruir los órganos reproductores de sus victimas y acabar con su propia identidad.
Hernán Zin es un periodista, escritor y documentalista Argentino que desde hace 15 años se dedica a recorrer el mundo por los lugares más violentos del siglo XXI. Con visitas en más de cuarenta países de África, Asia y América Latina y un notable talento para escribir y describir zonas de guerra y tragedias, sus libros y reportajes se convierten en una excelente fuente de información. Actualmente lleva su blog “Viaje a la guerra” en el diario español 20 Minutos, donde nos muestra el horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.
De ahí saque cinco entrevistas, que tuvo la oportunidad de hacerle a mujeres victimas de agresiones sexuales en Congo.
Mungere Arhalimba (47 años)
Mungere es portadora de VIH a causa de una violación, actualmente vive junto a sus cuatro hijos en la barriada de Kadutu, situada en la periferia de Bukavu. Con los 100 o 200 francos congoleños que gana al día a duras penas logra alimentar a su familia. Esta es su historia: “Iba con mi hermana en un autobús cuando nos pararon unos militares. Toda mi vida había ganado dinero como comerciante. Compraba cosas en la ciudad y las vendía en mi pueblo, en la provincia de Uvira, así que viajaba mucho. Estábamos en una zona de mucha vegetación, cerca de la frontera con Burundi. Nos ordenaron que bajáramos y nos sacaron todo lo que teníamos. Uno de ellos miró a mi hermana, que es más joven que yo, y dijo "esa es muy guapa" y se la llevaron hacia la selva. Segundos después, también a mí. Eran ocho soldados hutus. A mí me violaron tres. Los dos primeros se pusieron encima de mí. Cuando terminaban me limpiaban con la ropa para el que venía después. El último me obligó a darme vuelta”. Pero el drama de Mungere no terminó allí. Al contrario, el brutal acto de aquellos hombres generó sucesivas olas de dolor, que cuatro años más tarde, aun se siguen extendiendo, se siguen perpetuando. Al regresar a lugar en el que aún se encontraba el pasaje del autobús, intentaron disimular. Pero por el aspecto que traían, resultaba evidente que los soldados las habían violado. Tras salir del hospital, su marido la abandonó. No podía tolerar la supuesta deshonra de que su mujer fuese abusada sexualmente. Mungere se quedó sola al frente de sus cuatro hijos. Tiempo más tarde, cuando comenzó a percibir que su salud declinaba, fue al hospital. La peor de las hipótesis posibles se hizo realidad: era portadora del VIH. A los pocos días su hermana se hizo el examen, que también le dio positivo. Sus hijos están al tanto de que tiene sida, ellos la ayudan cuando no tiene fuerzas. Selemani, el mayor, tiene 16 años y es el encargado de ir a buscarle los antirretrovirales al dispensario de la sección holandesa de Médicos Sin Fronteras. Ella tiene muchas esperanzas puestas en él, en que acabe los estudios y se haga cargo de sus hermanos cuando ella fallezca.
Jeanne Mukuninwa (20 años)
Relata la descripción del mes que pasó como esclava sexual de las milicias hutus del FDRL en la región de Shabunda:
“Seis soldados entraron a nuestra casa. A mi tío le cortaron los brazos y lo pusieron sobre un tronco como si estuviera crucificado. A mis hermanos los dejaron ir. Y a mí me llevaron con ellos. Me dejaban tirada fuera de la choza, a la intemperie, atada de pies y manos. No les importaba que lloviera, que hiciera frío, me violaban todos los días. Sólo uno de ellos tenía misericordia de mí y a veces me daba de comer un poco de harina de casava. Cuando vieron que me estaba por morir me cogieron de los brazos y me arrojaron junto al camino, aunque antes de eso me hicieron mucho daño”, explica.
El daño que le provocaron es el responsable de que lleve tres años en el hospital de Panzi, donde el doctor Mukwege y su equipo le han realizado cinco operaciones para tratar de reconstruirle los órganos genitales, pues antes de dejarla ir, los soldados se enseñaron con ella en una tortura que practican de forma habitual a las mujeres violadas: introducirles objetos punzantes en la vagina y recto.
“Unos hombres me llevaron a un dispensario y de allí me trajeron a Panzi. Vivo en una pensión. Vendo cosas en el mercado para ganar algo de dinero. Mi familia no sabe que estoy viva. Y prefiero que piensen que estoy muerta a que sepan lo que me ha pasado”.
A pesar de todo lo que cuenta, al encontrarse con sus amigas en el mercado, Jeanne sonríe y hace bromas. Lo mismo cuando vuelve al hospital y conversa con otras mujeres que esperan ser operadas, que han venido de buena parte de las provincias orientales del Congo. Es admirable la fuerza y ganas de vivir que tienen estas mujeres.
Jeannette Mabango (31 años)
A pocos días de haber abandonado el hospital en el que estuvo internada como consecuencia de un rebrote de malaria, ella se ve cansada y ausente por momentos, sin embargo cuenta su historia, porque como todas ellas, están de acuerdo en que el mundo sepa lo que esta sucediendo:
“Me casé a los 15 años. Mi marido era mayor que yo. Tuvimos tres hijos. Recuerdo que era domingo por la noche y que mi marido se encontraba ya en la cama cuando golpearon la puerta. Como pensé que se trataba de sus amigos, me acerqué y les dije que estaba durmiendo, pero los golpes continuaron”.Cuando le explicó a su marido lo que sucedía, éste se escondió debajo de la cama y le dijo que no abriera. Poco tiempo después escucharon que derribaban la puerta. “Ocho hombres, con las caras cubiertas, entraron a nuestra casa, sacaron a mi marido de debajo de la cama y le dijeron que si no les daba cien dólares nos iban a matar. Mi marido les explicó que eso es mucho dinero, que no lo gana trabajando en meses. Pero los hombres insistieron. Uno de ellos le preguntó quién era yo y él les dijo que su mujer. Pero el hombre le dijo que yo parecía su hija. Después, ese hombre me violó allí, delante de mi marido, delante de todos. Mi marido discutió con ellos, les dijo que se llevaran lo que quisieran. Hubo una pelea. Le pegaron un disparo en el pecho. El segundo hombre que me estaba violando me dijo que no llorara, que me quedara en silencio, pero yo no lo pude evitar. Entonces se levantó y me disparó en las piernas”.
Lo siguiente que recuerda es que se despertó en un hospital de Bukavu. Había perdido una de las piernas. Le preguntó al doctor por sus cuatro hijos, que también habían estado en la casa aquella terrible noche. El médico organizó para que los fueran a buscar al pueblo. “Mis hijos vinieron conmigo. Y el doctor me dio el dinero para alquilar una habitación en el barrio de Kadutu. Me daba miedo volver al pueblo. Además, sabía que la gente me iban a mirar mal después de lo que había pasado”. “De esto hace tres años. Estos hombres no sólo me violaron, me dejaron sin una pierna, sino que mataron a mi marido, que era mi sustento y el de mis hijos. Ahora mendigo en el mercado, hago lo que puedo para sacar adelante a los niños, pero no es fácil, me cuesta caminar y no tengo a nadie que me ayude”, termina Jeannette.
Nsimire Aimerida (18 años)
Nsimire no había cumplido los 13 años cuando la arrancaron de su casa durante la noche. Su madre, que también se llama Nsimire, y que tiene 37 años, recuerda lo sucedido: “Vivíamos en Kaniola, en un pueblo llamado Mwirama. Varios hombres entraron a nuestra casa al amanecer. A mí me ataron a un palo, me llevaron fuera y me violaron. Yo escuchaba gritos en el interior de la casa pero no sabía qué estaba pasando”.Antes de partir hacia la selva con los cuatro niños de la familia, los soldados prendieron fuego a la vivienda. El marido de Nsimire murió calcinado. “Cuando pude soltarme de las ataduras, ya poco quedaba de la casa. Cogí con todas mis fuerzas el cuerpo de mi esposo y lo saqué. Después caminé como pude, porque me habían pegado mucho en las piernas y en la espalda, en busca de ayuda”.Nsirime vagó por iglesias e instituciones públicas. Lo había perdido todo. Y no sabía si alguno de sus cuatro hijos seguía con vida aún. La respuesta le llegó un año más tarde, cuando el Ejército congoleño atacó el cuarte del FDRL liberando a la veintena de jóvenes que permanecían como esclavas, entre ellas su hija Nsimire, que entraba en el quinto mes de embarazo.
Nsimire (hija) cuenta:
“La noche en que nos secuestraron, los soldados primero le dispararon a mi padre cuando el trató de protegernos. Después, me usaron a mis hermanos y a mí para cargar hacia el cuartel las cosas de nuestra casa. En el camino los fueron matando uno a uno. Sólo yo sobreviví. En el campamento donde me tenían secuestrada como esclava, había unos 70 soldados y 20 chicas. Cocinaba, limpiaba y si lo que hacía no les gustaba, me pegaban. Los dos hombres que me habían sacado de mi casa abusaban de mí. Con respecto a las otras chicas que estaban ahí tenia muy buena relación, si no hubiese sido por ellas, me habría suicidado”.
“Ahora cuando veo a mi hija en lo unico que pienso es que quiero lo mejor para ella. Sacarla de aquí, de la pobreza, darle una vida mejor. No pienso en otra cosa”. El nombre de la pequeña es Asima, que significa: “Dios te ama”.
Vumilia Balangaliza Los rastros del horror que las mujeres violadas han vivido por las milicias hutus se descubren mucha veces en sus miradas profundas, ausentes por momentos.
En el caso de Vumilia, el legado de la barbarie, del odio, de la bestialidad, resulta mucho más evidente: habla, sosegada, dolida, perpleja, en esos brazos incompletos, anudados en los extremos, carentes de manos, con los que lucha por sacar adelante a sus hijos.
“Vivía con mi marido en Bunyakiri, el pueblo en el que nací. Él era comerciante y yo me dedicaba a cultivar la pacerla que teníamos. Una noche llegaron soldados hutus y me sacaron de mi casa, me arrastraron por la selva y me violaron, después sacaron sus machetes y me cortaron los brazos, no sé por qué y todos los días me lo pregunto”. “Si pudiera tener prótesis para los brazos, mi vida sería distinta. Podría trabajar, podría cuidar mejor de mis hijos"A diferencia de otras mujeres, tuvo la suerte de que su marido no la abandonara. Él permaneció a su lado. Eso sí, como muchos otros desplazados por la guerra, carece de empleo. Sobreviven gracias a los escasos francos que ella consigue mendigando.
agrega Vilmia.
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